Juan Vara

«Asombro, perplejidad y admiración son algunos de los sentimientos que la figura de Diego Fernández Magdaleno me causa sin remedio desde que, años atrás, tomé conciencia de sus continuas preocupaciones y dilemas existenciales. Un hombre de afinados instintos para detectar cualquier forma de estupidez y para quien esta realidad enmascarada e incierta en la que sobrevivimos viene a configurar un laberinto inhóspito atravesado por sufrimientos e injusticias desesperantes hasta la náusea. Un testigo alucinado y escandalizado por la monumental avalancha de papanatismo que parece querer imponerse por casi todas partes. Un artista consciente de la belleza y perfección atesoradas en páginas míticas como el Concierto para piano en La Mayor (nº 23, K.488) de Mozart o la Balada en sol menor (opus 23) de Chopin y que, al mismo tiempo, no quiere ni puede mostrarse indiferente ante las búsquedas estéticas y formales que numerosos autores de diferentes generaciones y lugares intentan concretar a través de la escritura pianística. La curiosidad y excitación que él experimenta al desentrañar las sucesivas partituras que van llegando a sus manos, el respeto inicial por el contenido de los muy diversos pentagramas que sitúa cuidadosamente en el atril, su entera disponibilidad para comprender e interiorizar el estilo y la recóndita intimidad de los compositores, son cualidades consustanciales a su espíritu soñador, abierto y generoso. Fernández Magdaleno conoce muy bien la tremenda dificultad que supone hoy en día la creación de obras pianísticas de verdadera altura y sabe distinguir el auténtico alcance de los programas que ofrece, superando con paradigmática profesionalidad las frecuentes y tensas contradicciones que hierven en su complejo fondo subconsciente. Por ello, la entrega se torna en gratificante celebración cuando de verdad encuentra piezas donde los dedos humanos pueden danzar felizmente sobre un teclado traspasado de emoción, por decirlo según la fantástica visión de L. Wittgenstein.

He de manifestar que Diego Fernández Magdaleno encierra para mí un inevitable misterio, una extrañeza que invita a dirigir nuestros ojos a su posicionamiento ante las cosas con las que él entra en contacto. Nos hallamos, por supuesto, en presencia de un grandísimo músico de sensibilidad e inteligencia muy poco comunes, pero… ¿quién es en realidad este personaje melancólico, profundo escrutador de la conducta humana, que, además de sus puntuales recitales, grabaciones y responsabilidades pedagógicas y organizativas, siente sobre sí la llamada de los versos (En las manos que miras / ya se ha secado el tiempo -nos revela en uno de los poemas de Libro del miedo-), la vertiginosa pasión lectora o la necesidad ineludible de proseguir con la forja de sus propios diarios? No resulta en absoluto habitual encontrar intérpretes -en concreto, pianistas- que se vean afectados de modo tan serio por la carga de angustia, desamparo y miseria que pesa sobre el destino de millones de personas. Impresiona la nitidez de sus percepciones, el cuidado por los detalles, la persistente concentración unida a una modélica capacidad abarcadora, su maravilloso sentido de la solidaridad con los talentos vencidos por adversidades caprichosas, la inmensa tristeza e impotencia que no puede dejar de sentir por los odios seculares y las barbaries de la «civilización». Conmovido ante el dolor innoble al que el género humano se ve expuesto de continuo, aterrado a causa de la incontrolable invasión de bazofias pretendidamente artísticas que de forma grosera, burda y avasalladora vienen conducidas por los mecanismos que haga falta para contaminarlo todo y aumentar la imbecilidad masiva, indagador infatigable de todo aquello que impulse la elevación intelectual y la placentera mirada estética, el contacto con su persona y con su legado musical y literario contribuye a esa movilidad neuronal que tanto anhela una inteligencia como la de Emilio Lledó, quien no en vano se ha visto identificado con las confidencias comunicadas por Fernández Magdaleno en El tiempo incinerado (qué título tan lleno de seducción). Y vuelvo a interrogarme por la identidad de este protagonista de atrayente proyección pública y privada. Visionario directo de la muerte y la nada, quizá se trate de un náufrago acechado en lo más íntimo por la oscura y sobrecogedora idea de la desaparición irreversible, alguien cuyas reflexiones conscientes terminan por reconocer el desastre metafísico de las incesantes y abrumadoras pérdidas diluidas en el fluir temporal, con el consecuente abocamiento implacable hacia el olvido de todas las cosas. Tal vez, sin darse cuenta, la mente de Fernández Magdaleno ha cruzado ya ciertas fronteras sin posible retorno, lo cual le conducirá paso a paso a unos niveles cada vez más hondos en la apreciación de la realidad. Sea como sea, encontramos en él a un enigmático caminante condicionado por múltiples circunstancias que le obligan a sostener difíciles equilibrios, un destino, en definitiva, capaz de mantenernos expectantes y de enriquecer el conjunto de nuestra experiencia y nuestras horas y días.

Lo fundamental a partir de ahora (2007) es que reciba el apoyo institucional necesario para llevar a cabo el mayor número posible de grabaciones, tanto en audio como en vídeo. Sería idóneo y de significativa relevancia que algún día llegara a ver la luz un gran documental sobre él, bien estructurado y bien montado, con numerosos extras y alguna que otra sorpresa. Y, desde luego, es por completo esencial que la voz literaria de este atento observador del drama humano no enmudezca nunca, en la seguridad de que, de ese modo, su momentánea pero importante visita a este mundo de locura no quedará borrada tan fácilmente.»